
Un viejo adivino llamado Cana Chuima logró huir antes de la llegada de los invasores a las orillas del lago, llevándose consigo los tesoros sagrados del gran templo. Decidido a impedir a toda costa que estas riquezas llegaran al poder de los ambiciosos conquistadores, recorría diariamente todos los caminos y superficies del lago para ver si se aproximaba la gente de Pizarro.
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Un día, los vio llegar en la dirección hacia donde él estaba. Rápidamente, sin perder un instante, arrojó todas las riquezas en el sitio más profundo de las aguas. Sin embargo, cuando llegaron los españoles, ya sabían que Cana Chuima se había llevado consigo los tesoros del templo, por lo que lo capturaron con la intención de arrancarle el secreto, aunque fuera por la fuerza.
Cana Chuima se negó desde el principio a responder todas las preguntas de los invasores. Sufrió heroicamente los terribles tormentos a los que lo sometieron: azotes, heridas y quemaduras. Todo lo soportó el viejo adivino sin revelar nada. Al fin, los verdugos, cansados de atormentarle inútilmente, lo abandonaron agonizando para ir por su cuenta a examinar por todas partes.
Esa noche, el desdichado Cana Chuima, entre la fiebre de su dolorosa agonía, soñó que el sol aparecía detrás de la montaña y le decía: «Hijo mío, has resguardado mis objetos sagrados heroicamente. Mereces una recompensa. Pídeme lo que desees que estoy dispuesto a concedértelo.»
«Dios amado,» respondió Cana Chuima, «¿qué otra cosa puedo pedirte yo en esta hora de duelo y de derrota sino la redención de mi raza y el aniquilamiento de los invasores?»
«Hijo desdichado,» replicó el sol, «lo que tú me pides es ya imposible. Mi poder ya nada puede hacer contra ellos. Incluso su dios es más poderoso que yo. Me ha quitado mi dominio y, por eso, como ustedes, debo huir a refugiarme en el misterio del tiempo. Pues bien, antes de irme para siempre, quiero concederte algo que esté aún dentro de mis facultades.»
– «Dios mío, si ya tienes tan poco poder, debo pensar con cuidado. Por favor, déjame vivir hasta que pueda decidir qué pedirte.»
«Te lo concedo,» dijo el sol, «pero no más que el tiempo en que transcurre una luna.»
La raza estaba irremediablemente vencida. Los invasores, orgullosos y déspotas, no veían a los indios como seres humanos. Los habitantes del inmenso imperio del sol no tuvieron más alternativa que soportar callados la esclavitud por muchos siglos o huir a regiones donde aún no llegaba el poder de los intrusos.
Un grupo de indios, embarcados en una balsa de totora, atravesó el lago y fue a refugiarse en la orilla donde Cana Chuima estaba luchando con la muerte. Los indios, al saber lo que le ocurrió al noble anciano, acudieron a su cuidado. Cana Chuima era uno de los yatiris más queridos en todo el imperio. Por eso, los indios rodearon su lecho de agonía llenos de tristeza, lamentando su dolor.
El anciano, al ver a este grupo de compatriotas desdichados, imaginaba los tiempos de dolor y amargura que les aguardaban en un futuro. Fue entonces que se acordó de la promesa del gran sol. Pensó en pedirle algo duradero para dejarlo como herencia a los suyos, algo que no fuera ni oro ni otro tipo de riquezas y que el ambicioso invasor no pudiera arrebatarles. En fin, un consuelo secreto y eficaz para los incontables días de miseria.
En medio de la fiebre que le consumía, imploró al sol para que acudiera a oír su última petición. A los pocos minutos, un impulso misterioso lo levantó de su lecho y lo hizo subir la pendiente. En la cima, notó que le rodeaba una gran claridad que hacía contraste con la noche fría y silenciosa. De pronto, una voz le dijo: «Hijo mío, he oído tu plegaria. Quieres dejar a tus tristes hermanos un calmante para sus dolores y una ayuda para las terribles fatigas que les cuiden su soledad.»
«Sí,» – respondió Cana Chuima, «quiero que tengan algo con que resistir la esclavitud que vivirán en el futuro. ¿Me lo concedes? Es lo único que te pido para ellos antes de morir.»
«Mira a tu alrededor. ¿Ves esas pequeñas plantas de hojas verdes y ovaladas? Las he hecho brotar por ti y para tus hermanos. Ellas realizarán el milagro de adormecer penas y sostener fatigas. Di a tus hermanos que, sin herir los tallos, arranquen las hojas y, después de secarlas, las mastiquen. El jugo de esas plantas será la fortaleza ancestral para la inmensa pena de sus almas.»
Después de recibir varias otras instrucciones, el viejo, lleno de consuelo, volvió con sus hermanos cuando se comenzaba a iluminar la tierra. Cana Chuima sentía que le quedaban pocos instantes de vida. Reunió a sus compatriotas y les dijo: «Hijos míos, voy a morir, pero antes quiero decirles lo que el sol, nuestro dios, ha querido dejarles como un regalo de mi parte. Suban al cerro, encontrarán unas plantitas con hojas ovaladas. Cuídenlas y cultívenlas con esmero. En los largos viajes a los que obliga el invasor, mastíquenlas y el camino les parecerá breve y pasajero. En el fondo de las minas, cuando estén bajo la amenaza de las rocas, el jugo de estas hojas les ayudará a soportar esa vida de oscuridad y de terror. En los momentos en que su espíritu melancólico quiera fingir un poco de alegría, esas hojas adormecerán sus penas y les darán la ilusión de ser felices. Cuando quieran encontrar algo de su destino, un puñado de hojas lanzadas al viento les dirá el secreto que deseen conocer. Y cuando el invasor quiera hacer lo mismo y se atreva a utilizar como ustedes esas hojas, le sucederá todo lo contrario. Para éllos, solo serán fétidas y repugnantes, sino también degenerativas. No olviden cultivar esta planta. Es la preciosa herencia que les dejo. Cuídenla para que no se extinga y compártanla entre ustedes con devoción y amor.»
Después de eso, Cana Chuima dobló su cabeza sobre el pecho y quedó sin vida. En silenciosa compañía, los indios fueron hacia la cumbre con el cuerpo de su yatiri en brazos. Fue enterrado dentro de un cerco donde había una gran cantidad de las plantas verdes y misteriosas. Recién en ese momento se acordaron de lo que había dicho al morir Camacho Ima. Cada uno de ellos recogió un puñado de las hojas ovaladas y se pusieron a masticarlas. Entonces se realizó el milagro. A medida que tragaban el jugo amargo, notaron que su pena inmensa se adormecía.